Cuando le digo a la gente que he dejado mi trabajo de maestra para dedicarme a asesorar y ayudar a las familias con Disciplina Positiva, suelen poner una cara que indica que se alegran, pero que no saben de qué les hablo.
Si intento pensar cuando me topé con la DP, no sabría decir un momento exacto, pero sí quien me llevó hasta ella.
Mi hijo mediano nos llenó, con su intensidad, de dudas y de retos que salvar diariamente, rabietas, ira, ansiedad, enfados y alegrías desmesurados, que no sabíamos como gestionar.
Cuando lo iba a recoger a la escuela infantil remoloneaba para salir, y durante un buen rato después de salir, me trataba con indiferencia y durante las siguientes horas sabía que me esperaban todo tipo de «noes», rabietas y llantos.
Lo interpretaba como que me hacía pagar el que le «abandonase» y me sentía fatal. No iba desencaminada, pero no lo hacía para vengarse, si no que era su manera de hacerme sentir lo que él sentía.
Como dice @unamadremolona, las niñas y niños son unos grandes expertos en hacernos sentir como ellos se sienten.
Con los años, las dificultades cambiaron, se convirtieron en luchas de poder, enfrentamientos con sus hermanos y con nosotros. Llegamos a cruzar límites de insultos, peleas y escapadas de casa.
Hacia los 6 años, mi desesperación iba en aumento de la mano de su sufrimiento, así que empecé a investigar, a buscar métodos, sistemas, alternativas… hasta que di con la disciplina positiva: empatía, respeto, conexión, emociones, decisiones, implicación…
Solo puedo decir que la DP, junto con la persona que me abrió los ojos en otros aspectos (ya os hablaré de ella más adelante 😉) ha supuesto un cambio radical en mi vida: familiar y laboral.
En casa se ha generado un ambiente tranquilo, participativo y feliz, aunque eso no quiere decir que no haya problemas, si no que cuando aparecen, los solventamos de una manera respetuosa y validando las emociones de todos.
Ha sido un proceso largo y, por qué no, difícil, pero no volvería atrás por nada del mundo.